Porque me moriría de miedo, agazapado en un rincón y con los
brazos sobre la cabeza para protegerme. También porque dedicaría un tiempo
absurdo en pensar en el simio que fui, hace millones de años, tan sólo por esos
surcos que tengo en el dorso de mis dedos y que observo mejor a trasluz en la
penumbra de alrededor. Por el frío, porque hace temblar mi cuerpo media hora
después de haber sentido la alarma. Incluso por el recuerdo del pasado, como el
abuelo, como este escrito, que empieza la conversación de un modo y termina en
el más inesperado, por lo que recuerdo el cazo de leche sobre el fuego y miro
de reojo el microondas del futuro. Por demasiadas cosas, supongo, que empiezo
algo que no lleva a nada, y porque las mejores cosas surgen de la nada, de la
improvisación, de algo que nunca estaba preparado. Como la parte final de la
asíntota que tendía al infinito, puntos que se van acercando cada vez más,
pensamientos que se van agolpando hasta el silencio. Por el silencio, porque
desde lo más inteligente hasta lo más absurdo y despreciable llevan al
silencio. Por la intuición o por la visión, por querer ver y por creerlo, por
lo que puede ser, por esa esperanza religiosa. También por la rectitud y por la
perfección científica, por su exhaustividad que nos deja a todos exhaustos,
enloquecidos, enrarecidos, y, por qué no: jodidos y más perdidos. Tal vez
porque nada lleva a nada, porque lo más insignificante “es”, porque yo le
otorgo a “ser” una gran importancia, porque me planteo algo sobre todo lo que
existe (y si no, ya lo haré). Y porque nunca me gustaron las despedidas y
siempre los ¿Qué hay de nuevo?
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