Antes de insuflarme la vida, me dejó escrito en cuatro letras de ácido
el siguiente mensaje: “Saca de donde no existe”. No es una cuestión de quererlo
o de buscarlo, sino de cumplirlo. A veces pierdo el norte y yo ya no soy yo,
aunque a veces me contemplo desdoblado y me encuentro disfrutando del juego de
imaginar, de metaforizar, de creer que todo es posible, en mi máxima
naturalidad de ser simple. Todo el estruendo de cien años de vida, toda la
vibración agitada, la espuma de cientos de olas restallantes sobre la piedra y
la arena, la suma de todas las palabras ardientes posibles en un solo segundo,
en un solo pensamiento efímero de deseo. Podía atraparla desde lejos con cada
uno de los microscópicos agujeros invisibles de los sentidos, allí, bajo la
palmera negra de espigadas y largas palmas punzantes, cobijado, cabizbajo y
quieto. No podía moverme, no debía moverme, porque al movimiento todo el sueño
imaginativo comenzaba a ondular y a desvanecerse, tan sólo el ínfimo movimiento
incluso la respiración eran posibles, y no quería perderlo. A través del olfato
percibía agua de lluvia, arena de playa, el sol en la piel de tres cuartos,
manzanilla mentalizada, desde el talón en el suelo hasta el fruto con vello más
alto. En la lengua lo olido, donde podía saborear lo mismo pero con matices
cambiados. Pero si movía las manos para tocar todo amenazaba ondulante y
vaporoso con marchar. No quería, no podía. Y siempre cierro los ojos para no
engañarme, para ver con el sueño de mi imaginación, con los ojos de mi verdad, porque
cuando los abro a la realidad no veo nada más que humanas nimiedades escurridizas
que anhelan siempre lo que tienen pero que no quieren conservar.
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