Yo me miraba en el espejo, pero mi reflejo no me miraba a mí. Empecé a
dudar de si estaba dormido. Luego dudé si llevaban acento o no las palabras que
siempre habían llevado acento. Dudaba de mis propios trazos, hasta que acepté
que cada día podía ser un nuevo hombre con una letra diferente, aunque todos
ellos se expresaran igual. Me miraba en el espejo y el del espejo, yo, me
ignoraba. Escribía algo en un libro de tapas rojas. Me acerqué más al espejo
para verme mejor, para ver qué escribía en el cuaderno. Me veía mal, así que
decidí llamarme la atención: ¡Pss!, ¡yo! -¡No me molestes!-, me respondí desde
el espejo. Así que estuve intrigado con lo que estaba escribiendo, hasta que
descubrí lo que era. Ahora no escribía. Estaba repasando con un bolígrafo una
marca extraña en el papel. Surcos oscuros e irregulares seguidos de surcos
blancos del color del papel. Eran pequeñas marcas, de uno o dos centímetros de
alto. Yo las repasaba con el bolígrafo, pero sin llegar a borrarlas, sin
apretar, sin dejar escapar la tinta. La extraña marca era un beso de café en el
papel…
No hay comentarios:
Publicar un comentario