Aquí estoy, solo, afilando y engrasando mis herramientas,
junto a dos de mis personas, las más frecuentes, las despiertas, ensayando para
mañana. Pongo al día y someto a esfuerzo a la cantimplora, al puñal, al
bolígrafo, al cuerpo: la temperatura, la sed, el hambre, los nervios. Pongo algunas
cosas boca abajo para comprobar si pierden, y algunas fallan, como yo, pues me
faltan creencia, fuerzas y ganas. Necesito mucho tiempo, más que todas las
cosas, pues soy miles de mecanismos demasiado complejos funcionando en una
misma máquina. Pero lo tengo: tengo el tiempo y la paciencia. Si hay que
escuchar, me paro y escucho: la respiración, el latir, el pensamiento, o el
viento en la puerta y la puerta contra la baldosa. También el estómago bajo el
esternón habla: es momento de darle trabajo, de criticarlo después y de pensar
en algo para mejorarlo mañana. Todo debe de estar a punto para que, ante una
derrota, pueda llegar hasta casa y no caer muerto. Nunca se está exacto con los
pies fríos, nunca con los calcetines de cuatro horas de camino, así que hay que
ir cambiándolos cada cierto tiempo por unos limpios. Momentos antes de la
guerra no deben quedar sabores en la boca, como dulce o salado, para que ningún
recuerdo empañe cualquier sabor del real presente, ni aire en el estómago. El
agua en su justa medida, para que la vejiga no engorde y que la boca se mueva
libre, y poca fruta para que el sueño no venza al brío y para que el cuerpo no
tiemble. El cerebro y la mente son dos cosas muy diferentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario