lunes, 21 de enero de 2013

Consejos Para Antes De Una Guerra


Aquí estoy, solo, afilando y engrasando mis herramientas, junto a dos de mis personas, las más frecuentes, las despiertas, ensayando para mañana. Pongo al día y someto a esfuerzo a la cantimplora, al puñal, al bolígrafo, al cuerpo: la temperatura, la sed, el hambre, los nervios. Pongo algunas cosas boca abajo para comprobar si pierden, y algunas fallan, como yo, pues me faltan creencia, fuerzas y ganas. Necesito mucho tiempo, más que todas las cosas, pues soy miles de mecanismos demasiado complejos funcionando en una misma máquina. Pero lo tengo: tengo el tiempo y la paciencia. Si hay que escuchar, me paro y escucho: la respiración, el latir, el pensamiento, o el viento en la puerta y la puerta contra la baldosa. También el estómago bajo el esternón habla: es momento de darle trabajo, de criticarlo después y de pensar en algo para mejorarlo mañana. Todo debe de estar a punto para que, ante una derrota, pueda llegar hasta casa y no caer muerto. Nunca se está exacto con los pies fríos, nunca con los calcetines de cuatro horas de camino, así que hay que ir cambiándolos cada cierto tiempo por unos limpios. Momentos antes de la guerra no deben quedar sabores en la boca, como dulce o salado, para que ningún recuerdo empañe cualquier sabor del real presente, ni aire en el estómago. El agua en su justa medida, para que la vejiga no engorde y que la boca se mueva libre, y poca fruta para que el sueño no venza al brío y para que el cuerpo no tiemble. El cerebro y la mente son dos cosas muy diferentes.

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