Muchas noches no me dejo dormir y espero desde el balcón a
que aparezca una luz verde y brillante surcando el cielo, o espero en la cama a
que venga cualquiera a acostarse a mi lado. No me dejo dormir aunque esté
muriendo de sueño, porque así transgredo todo lo impuesto contra lo que
inhumanamente lucho, para sentirme libre, fuerte y único. En esa lucha nace una
de mis enfermedades, que, cuando el cuerpo no resiste, se manifiesta como
náuseas, vértigos, vómitos y mareos. No me siento a gusto siendo fluido,
dejándome llevar por los sitios por donde no quiero ir, pero es difícil romper
la piedra a fuerza de falanges, de puñetazos, y el ímpetu de las aguas
frenéticas que recorren entre esos muros de piedra, me arrastra cegado e impasible
hacia la muerte, sin apenas dejarme apear por semanas, sin dejarme disfrutar
del sabor de un café y del humo que envuelve las palabras que escribo. Hoy lo
tengo, hoy estoy quieto y escribo, pero en toda esa vorágine pienso cuando,
mañana, no pueda despertar al placer de no estar ligado al tiempo, a la norma,
al cuerpo débil, a la enfermedad, a la obligación, a los modales, a la ansiedad
y a la prisa. Muchas veces no me dejo dormir y me mantengo despierto, como
adorando mis propios pensamientos, como si nunca hubiera un mañana para seguir
pensando y escribiendo, porque sé que, tras un ahogo tonto, se acaba la vida.
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