Odio, a todas mis ensoñaciones, a
todas mis drogas, por no dejarme verte despierto, por verte en el recuerdo como
un vaho de ángel. Me odio por no querer tragarte hasta los silencios, por
respetarte y no abalanzarme sobre tu sorpresa. Me odio por dejarte hacer, por
dejarte elegir para mí la necesidad, por permitirte manejarme según tus juegos,
por escucharte y creerme todo lo que dices, por pensar que no hay más nadie
después de ti. Me odio por dejar que tus dedos me toquen, por dejarme amar, me
odio por tus piernas, por tus canciones, por tus sueños que me drogan, me odio
por amar tus derrotas, por darte todo lo que he construido, por compartir tus
infecciones, por querer vencer tus miedos, por ser tu lado mi sitio. Odio todos
los espacios en los que no estás, todos los tiempos en los que no estás que son
tantos; odio a mi niño ignorante e impaciente y a tu madre tranquila y segura.
Odio que sepas y que seas, porque yo no se lo que soy y dejo de ser porque soy
tú. Sin embargo, te siento tan grande y aspiras tanta purpurina que no hay
mejor posible, ni simple tan perfecto, ni dolor tan gozoso, ni oración más
escuchada, ni sueño más real, ni virgen más procreadora, ni deseo más punzante,
que tú, y con sólo mirarte ya no te odio, y por haberme devuelto me odio algo
menos a mí. Ahora quiero sin saberlo, y muero igual de rápido pero más poético,
sin miedo, con palabras de sangre; ahora ya te tengo, para siempre, un poco,
entera en mis dedos, en mi lengua, en mi nueva sonrisa, en mi sufrimiento para
hacerlo más pequeño, en mis átomos, en mi genética, tal vez en lo que venga, y
espero que nunca más nunca y siempre otra vez...
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