Permíteme que,
de nuevo, vuelva a ser frío, que me quede quieto, que ascienda hasta arriba
para verlo todo parado, como mío, que nos vea juntos, que nos experimente, para
sentir que, por otra vez, fui humano. Déjame ser de bronce para que envidie mis
manos cuando me tocas, porque me las vuelves de cera blanda de pintura. Déjame
intentarlo y decirlo y que me equivoque, porque, como el sabio dice, no hay
palabras para describirlo. Envidio. Envidio tus pasos porque no son míos, y tus
calcetines de colores, tus labios que rielan, que me rielan el cuerpo mío de
mentira, que se esfuma, que me tira, que me deja. Permíteme, esperanza, anhelo,
sueño, que odie tu larga vida por quedarte despierta mientras yo caigo rendido,
por dormir con la paz del niño, por besarme con los ojos perfectos, por oler,
por abrazarme con otras partes que no sean los brazos, por abrazarme
desde la distancia. Déjame que te sienta como nadie, como el más ladrón de los
ladrones, déjame que te robe hasta el alma, que te aspire, para ser por una vez
lo que nunca pude. Nos envidio, desde allí arriba, tan cogidos, cogiendo,
rezando oraciones a un dios nuestro, sólo nuestro, sólo tuyo, por vernos sudar
la risa como jamás nadie supo. Ahora, cada segundo que respiro mi pobreza,
sonrío como el dios que soy a través de tu cuerpo; ahora, que me repito más que
el loco empeñado en bucle, permíteme que me equivoque y que sea como todo aquel
que envidio, aparentemente feliz, profundamente satisfecho y seguro; también yo
alcancé mi norte al sentir en mi garganta tu aliento, que ahora ya es el mío. Y
ya se me acaban las palabras, que tampoco soy infinito, ni estudiado, ni leído,
ya sabes, más bien un ratico de cada eternidad. Y regálame tu eternidad para
hacer de este paso de mis años algo más que un simple paso por haberte tenido
un poquito...
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